Dicen que obtuve unas nalgadas cuando nací y que
nunca las deje de recibir en mi infancia
por haberme escondido dentro de los aparadores de
la tienda departamental Grandalia, en Futurama Rio Grande Mall
perturbando la tranquilidad de mis progenitores en la primer década de mi vida.

Recuerdo haber visto a mi madre en una fotografía sobre la cama del hospital IMSS ubicado en la calle Valentín Fuentes; tal vez, la fotografía fue tomada por mi padre casi a la entrada del cuarto. Por fin descansaba, de un parto con cesárea, —era la impresión de la fotografía—, y en el respaldo de la cama donde mamá dormía, habían tres números que intento evocar; 465, 564, 645, 456, 545, o 654, no recuerdo bien muy posiblemente la numerología donde nací. No estoy seguro pero voy averiguarlo pronto, —Ojalá—. Años después, la foto la encontré en un cajón del peinador que estaba en la recamara de mis padres cuando yo era adolescente y vivíamos en el fraccionamiento Fovissste Chamizal, en la calle Rio Magdalena 4429. Yo nací un día antes de que Efraín Huerta muriera en la Ciudad de México, pero no su poema Palabras de viento, (que ahora vuelan). Mientras tanto, a unos kilómetros del hospital del IMSS el día que nací, en el cuartel militar se festejaba el día del Ejercito Mexicano, es probable que un par de tragos y visitas conyugales acontecieron en las trincheras. Simultáneamente: ese día en Latinoamérica un grupo de músicos británicos se presentaba en Chile, y lo interesante es que no eran policías uniformados. Fue lo que más me llamó la atención hasta la fecha: esa agrupación musical cuyo nombre fue The Police era parte de la vanguardia. Estos músicos ya se habían presentado en Argentina dos años antes, y Gustavo Cerati de la agrupación Soda Stereo no estuvo ausente en dicho concierto. En el mismo año que nací pero exactamente 10 meses después el 19 de Diciembre en una fiesta de un amigo, el músico argentino dio su primera presentación con la mítica banda de rock. Mientras yo de 10 meses de nacido, dormía en una cuna, lloraba por hambre, me quitaban los pañales embutidos y en la madrugada me amamantaba del seno de una mujer. En el año que nací pero exactamente 10 meses después el colombiano Gabriel García Márquez dio su maravilloso discurso de aceptación ante la academia Sueca por el premio Nobel de literatura de 1982. Durante ese lapso el paisano del maestro Gabo, el narcotraficante Pablo Escobar, era el representante a la Cámara suplente para el Congreso de la República de Colombia por Antioquia y en sus tiempos libres dejaba caer cajas desde una avioneta en una playa de Tulum, Quintana Roo, —imagino que muy buenas mercancías— en embalajes para el consumidor; el último eslabón perdido. Sin embargo, en Estados Unidos, a partir de ese año en que nací, la administración del presidente Reagan, creó 20 millones de empleos durante su corto mandato. En cuanto los mexicanos sólo tuvimos a un tal presidente López Portillo que fue el único candidato postulo hacia la presidencia de 1976 a 1982. He aquí la onomatopeya de la cual les voy a mencionar, —Guar guar—, pero no era cualquier presidente, éste presidente podía ladrar como perro porque él dijo que no iba a dejar que se devaluara el peso mexicano y lo iba a defender como un perro,—supongo que orinándolo—. Nunca se supo si como perro sarnoso para que nadie se le acercara porque aquí el perro rabioso no ladra. —Mi fallido Cliché—. Justamente, un día antes de que yo naciera, la Secretaria de Hacienda se vio obligada a devaluar al perro, ¡Oh no, perdón!, al peso mexicano. De esta manera entregó al país con una deuda externa empeorándose la economía, pero no su economía de su bolsillo. Hasta fabricó botellas de Tequila con su propia foto montando en un pony. Se fue y le dejó a Miguel de la Madrid el timón de la nación, y luego se estrelló el mástil con Carlos Salinas de Gortari. Todo eso no ocurría justamente cuando yo fui fecundado en 1981 por un irónico orgasmo de mi Padre en el mes que se festejaba a la madre. Nueve meses después su servidor nació en un mes que se festeja al soldado, Febrero. Y ahora me doy cuenta* que no solamente soy un poeta visual, sino un soldado de pantalón jeans, levis, dockers, tenis Panam, convers, un soldado citadino que enarbola la bandera de la paz en la que reescribiré mi propia historia quien nadie más va a contar en mi lugar; pero sin el uso de armas ni violencia, sino con la voluntad de crear con la poesía visual, virtual, sonora, performatica, y con la imaginación; una blanca verdad. Estas fueron mis palabras escritas, y la madre tierra, y el padre agua, y la hermana viento, y mi sobrino fuego del reino esférico saben que he habitado y girado 30 veces alrededor del sol desde que nací, más los ocho meses de este año transcurrido del 2012, y más los 9 meses que estuve flotando en la placenta. En total son; hagamos las cuentas. 31 veces con 5 meses. El sol, todavía no se apaga.

Ciudad Juárez me ayudó a valorar, amar y apreciar realidades que había olvidado y que permanecían intactas, como el poder cerrar las ventanas del carro corsica y hacer una bombita de humo antes de entrar a clases a la preparatoria Paso del Norte, como el tirar piedras pequeñas hacia arriba para que cayeran en mis compañer@s que saludaban a la bandera todos los lunes, hasta que un día un soldado de acero se acercó y de favor me pidió que dejara de hacerlo, de aventar piedras. Muy bien lo dejé de hacer. En cuanto se dio la vuelta, yo como un cobarde levantando los dedos ofensivos de en medio se los remetí, y él regresaba sin que se diera cuenta de mi falta, y yo le veía la espalda. Su otro compañero le comenta lo que yo hice con las señas de mis manos, y el soldado se remite a volver hacia mi de nuevo, —¿me puedes acompañar? me dice el super soldado maguey—. Yo, con todo respeto, le contesté, «No, porque estoy saludando a la bandera». En eso un profesor de física me salva de una desaparición forzosa.

Había olvidado como el poder caminar despreocupado por las calles sin peligro a ser asesinado por una bala perdida en mi cabeza para caer al suelo dejando un charquito de sangre como cuando fui expulsado de la escuela, —ahí nomás—. Una de esas balas de las fuerzas armadas o de los policías federales para hacer el daño intencionalmente a inocentes y que se declaran más inocentes ellos que nosotros, y eso es políticamente correcto, —hágame usted el mamey—. El colmo de los colmos sería que te dijeran antes de prenderte un porro flashero, ¿quieres fuego, «amigo»? —No, mi boca me sabe a plomo, gracias.— ¿quien les vende las armas y para qué?.

Mientras yo bebía leche pausteurizada Lucerna en mi infancia, yo crecía enfermo y débil cuando mi madre me llevaba al kinder Luis Pausteur, (químico francés), ahí aprendía a caer de cara sobre llantas a la mitad enterradas en la tierra, suspendidas como puentes. Aprendí de Richie, el que vivía en los condominios, aprendí agarrar abejas sin que me picaran, aprendí a esconderme atrás de una pared donde hay todavía medidores de luz para no entrar a la aula, jugábamos a los conejos que se metían a su guarida amenizado el juego por un piano de pared de quien sabe que marca y tocado por sabe quién por qué, entre muchas cosas que luego escribiré. Después asistí a la escuela primaria conocida Abraham González sobre la calle Triunfo de la República y Plutárco Elías Calles, nombrada así en honor a uno de muchos opositores del Porfiriato. Fue participé de la Revolución mexicana en Chihuahua y nombrado gobernador cuando derrotamos en la revolución a los federales en la Toma de Ciudad Juárez, ¿y cómo murió el condenado? Un tal Victoriano Huerta le paso las ruedas del tren por encima pero antes de ponerlo acostadito en las vías del tren, le metieron unos plomazos. —imagínense—, a la primaria con toda la inocencia con uniforme de revolucinario, bien peinadito, uñas cortadas, gel o limón en el cabello, corbata negra, cinto y zapatos. Toda un lavado de cerebro. Cómo olvidar el mito escolar que en el patio trasero había sido un panteón. ¿Te acuerdas Eder Gutiérrez? que en el baño de los hombres habían lanzamientos de orines, y el chorro que llegara más lejos ganaba. —Tu eras el campeón—. Y mi primer amor imposible, Alejandra. Que bella es verla en mi memoria, y que celos, que rabia, que tristeza era verla ser abrazada por uno de los cuates Cuauhtémoc o Tenoch de los de sexto grado, uno de los hijos de la maestra Chayito. Uno de ellos debió haber sido, da lo mismo.

En mi ciudad nos habíamos acostumbrado a vivir entre alegría y felicidad con la familia y los amigos. Comencé a recordar que Mi Juaritos nunca fue una zona de guerra entre cárteles. Sino mi Juaritos.

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